Carlos II fue la última, la más degenerada, y la más patética víctima de la endogamia de los Austrias. Estas palabras, del historiador británico John Lynch, pueden parecer excesivas y algo cargadas en los adjetivos. Pero si echamos un vistazo al historial médico del que durante treinta y cinco años fuera el rey Carlos ll de España quizá cambiemos de opinión.
Carlos II fue el último hijo del rey Felipe IV y, para regocijo del monarca, el único varón legítimo. Parece ser que el propio Felipe había confesado que este hijo fue producto de la última cópula que logró mantener con su segunda esposa Marina de Austria , lo que dio lugar en la Corte de la época a cierta mofa, atreviéndose uno de los médicos del monarca a decirle que “su majestad dejó para la reina sólo las escurriduras”.
Sea como fuere, Carlos II padeció a lo largo de su vida frecuentes catarros, desarreglos intestinales, prognatismo (rasgo característico de los Austrias), retardo motor, hidrocefalia, raquitismo, oligofrenia, sarampión, varicela, rubeola, viruela, hinchazón crónica de las extremidades, epilepsia, esterilidad y una más que segura impotencia.
Hasta los 4 años no consiguió ponerse en pie y sólo pudo caminar a los 6 años. No consiguió que su lenguaje fuera inteligible hasta los 10 años y sólo un año después acometió la lectura y la escritura, actividades que, según parece, nunca fueron de su agrado ni llegó a dominar. Cuando ya tenía 25 años, el nuncio papal relataba en uno de sus informes a la Santa Sede que el rey no podía estar derecho a menos que se apoyase en una pared, en una mesa o en otra persona.
Sus contemporáneos acabaron por achacar todos estos males a cierto hechizo que había recaído sobre el monarca, llegando a poner nombre y apellidos a los culpables de tal encantamiento. Nosotros, que reconocemos el encanto literario que el sobrenombre de el Hechiceros da a la penosa vida de Carlos, creemos más bien que todo virus o bacteria que visitaba la Corte encontraba refugio en su endeble naturaleza.
La obsesión de los Austrias por los matrimonios entre familiares y un mal entendido principio de legitimidad en la sucesión a la Corona posibilitaron que este hombre, cuya única afición conocida fue la de frecuentar la pastelería de palacio, llegara a reinar. Su reinado, en cuyo gobierno el monarca no tuvo participación alguna, no fue ni mejor ni peor que el de sus antecesores inmediatos y su mayor proeza fue la de estampar la firma en el testamento que abriría las puertas de España a los borbones y a la Guerra de Sucesión. Pero de todo esto ya hablaremos cumplidamente otro día.
El día 1 de noviembre de 1.700, a los 38 años de edad, Carlos II moría después de semanas de agonía. Dos días después se le practicaba la autopsia, de la que el Marqués Ariberti filtró que “no tenía el cadáver ni una gota de sangre; el corazón apareció del tamaño de un grano de pimienta; los pulmones, corroídos; los intestinos, putrefactos y gangrenados; un solo testículo, negro como el carbón, y la cabeza llena de agua”.
Modernas investigaciones han concluido que Carlos II padecía el sindrome de klinefelter . Nosotros estamos seguros de que el hombre debió padecer mucho, tanto como España tuvo que padecer al rey.
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